Era un día de entre semana a mediodía, tenia una sensación de ansiedad en el estomago así que al pasar frente a un templo decidí entrar y meditar un rato. Ya sabes, pasar un rato en la casa de Dios. Entre al lugar y enseguida me rodeo el silencio que reinaba, al no ser horario de celebración pues el recinto estaba solo y muy tranquilo. Las puertas estaban en su mayoría cerradas y la luz que se filtraba por entre los ventanales generaban un ambiente calmado que seguramente se podría considerar sacro. Estuve allí un rato, observe los muros, las imágenes de los santos, las pinturas del vía crucis, las ánforas de las limosnas con sus candados, y habiendo contemplado todo esto me dirigí a la puerta y salí. Desde el patio exterior pude notar como las paredes del templo estaban protegidas con una malla para que las aves no se acercaran.
Camine hacia la calle y entonces, al salir de aquel recinto de oración donde se acude para buscar a quien llamamos Dios, me encontré frente a un lugar que me cautivo: un parque. No era un parque particularmente espectacular; el lugar estaba lleno de árboles sencillos pero frondosos, sus jardines con el pasto verde y algunas flores. Había una fuente alrededor de la cual varios niños jugaban alegremente, unos señores estaban sentados en una banca alimentando a las palomas y estas volaban libres por todo el parque, acercándose a ellos sin miedo alguno. La luz que se filtraba entre las ramas de los árboles producía interesantes efectos en la fuente y el pasto. En este lugar había ruido y bullicio, si, pero el lugar rebosaba de luz y de vida. Y fue al percatarme de esto que sonreí, y sentí como si esa luz y ese bullicio me sonrieran en respuesta. Enseguida cruce la calle y fui a sentarme en una de esas bancas. Mi ansiedad había desaparecido.
eugenio abraham
Mayo, 2010.
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